«Se
encontraban en una mesita al aire libre en el barrio del Carmen, no muy lejos
de la Catedral. Antiguos palacios del siglo XV, con escudos grabados en los
portalones, blasones de piedra roída con las rancias armas ya imposibles de
distinguir, salpicaban de vez en cuando las aceras, al lado de los locales de
ocio y de las tiendas, que ya estaban cerradas a esa hora.
Las
calles, flanqueadas por recovecos curvos e inesperados y cruzadas por una
maraña de callejones poco iluminados, se extendían como afluentes del río
nocturno de la ciudad, reflejando el eco de las voces de la gente, casi apagado
por los muros de piedra.
En
ese punto la ciudad, ─ seguramente como todas las ciudades ─ se transformaba en un caos: contenedores de
escombros arrimados a las antiguas paredes de las iglesias, balcones tapados a
medias por lánguidas persianas de madera, macetas con solitarios claveles,
aceras estrechas invadidas por las sillas y las mesas de los locales de ocio,
desconchones que parecían pegotes de un collage
imprevisible, mezclados con letreros de pubs
de moda, pavimentos húmedos, plagados de charcos y de suciedad, hileras de
cubos de basura frente a solares en obras, fachadas pintadas a todo color, grafitis urbanos, carteles de grupos de
rock y de propaganda electoral, el dibujo de una calavera fumándose un canuto,
el dibujo del símbolo del dólar, el dibujo de una mujer de labios púrpura y pechos
exuberantes…
Nadie
quería irse a la cama, al menos no a dormir. Los cafés y las terrazas, la
mayoría iluminadas con velas o con farolillos, habitadas por el latido de
tantos deseos, ─ sonidos y voces que se superponen al chasquear del hielo
contra el vidrio ─, acogían las pasiones que no se mostraban durante el día.»
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