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“Siempre
fuiste mi espejo, quiero decir que para verme tenía que mirarte.”
Julio
Cortázar.
PERSIGUIENDO AL
PERSEGUIDOR
Ahora el perseguidor soy yo.
Estoy seguro de que esto es
lo que hubiera querido Julio Cortázar: Otro perseguidor a través del tiempo. O
mejor; infinitos perseguidores, una serie interminable de perseguidores, capaz
de dar la vuelta al tiempo, como en una banda de Moebius.
Dejo el libro de Cortázar
sobre la mesilla de noche, el relato pugna por escapar y salir a la habitación
desde su interior, le pongo encima una pesada lámpara y me encamino al cuarto
de baño.
El agua sobre mis mejillas
despierta un rostro que no reconozco, aunque salpique el espejo, e inunde el
lavabo y la cochambrosa pieza del hotel de París y llegue hasta la cama, pues
el agua no deja de brotar y brotar del grifo roto, por mucho que yo intente
cerrarlo.
Antes de dirigirme hacia la
boca de metro más cercana me pongo un grueso jersey, por un instante la tela
del jersey me tapa la boca y los ojos, cosquilleando en mis labios. Su sabor me
transporta a otro lugar y a otro tiempo.
Hace frío en París, aunque
no llueve.
Julio Cortazar está muerto.
Charlie Parquer también. Quedamos Johnny, Bruno y yo, cada uno persiguiendo al
anterior. Johnny y Bruno están encerrados en el relato, en la habitación, sobre
la mesilla de noche, con una lámpara encima. Así que soy yo el que tiene que
subir al metro y buscarlo.
Por fin lo encuentro en un
vagón vacío del metro de París: un saxo abandonado bajo un asiento mugriento.
Si lo toco, el tiempo se retorcerá sobre sí mismo… ¿Es ese el pacto?
¿Cómo arrancar la música que
subyace a través del tiempo?, lo cojo y le doy la vuelta acunándolo en mis
brazos. Cuando el tren para, salgo con mi trofeo para devolvérselo a Johnny,
para decirle que siempre podrá tocarlo.